Emiliano Sala era uno de aquellos jugadores esforzados que desde su niñez en Santa Fe tuvo el sueño de jugar en Liga Mayor, de lucir la albiceleste en el pecho, pero cuyos márgenes de hacerlo son escasos. En el fútbol argentino la competencia es despiadada, la supervivencia del más apto, lo que incluso lleva a lungos de 1.87 metros como el santafesino, a emigrar desde pequeños a paraísos futbolísticos como Francia, a tratar de hacerse la vida y la confirmación del gol para el gaucho llegó hasta los 26 años con el Nantes, allí había llegado desde las menores del Bordeaux.
Cuando se había confirmado totalmente como goleador, a sus 28 años de edad, cuando era sinónimo de gol, se lo lleva el Cardiff a la Liga Premier por la friolera de 17 millones de Euros, todo estaba listo, hasta tenía un bono de 3.5 millones de Euros si se salvaba del descenso, pero quien no se salvó fue el goleador, cayó en algún lugar del Canal de La Mancha, sus palabras llenas de sueño en el viaje de dos, acompañado solo por el piloto de una avioneta que no llegó al final, se pudo haber quedado a inmediaciones de la Isla de Guernesey, que triste fue el adiós, que triste fue el final de un periplo que parecía destinado a ser cada día más amigo del gol.
La emotiva despedida que le tributaron en el partido Nantes-Saint Etienne, con una banderota argentina desplegada por toda la tribuna, hecha de tiras gigantescas, con el Sol brillando en el centro de la misma y una pequeña bandera y su asta enarbolada emocionadamente, nos lleva a las lágrimas de una historia sin sentido, por qué llevar al goleador en un monomotor y no hacerlo en un vuelo comercial más seguro. Que tristeza dejar la cancha de esa manera, qué dramático dejar a la familia buscando las migas que le quedaran del goleador, en una batalla judicial que desentrañe el accidente y con los aficionados en las gradas añorando los goles, las curvas de la vida, las que nos recuerdan la mortalidad de nuestro camino y el destino inapelable de nuestra circunstancia