Hace ratos que no miraba un musical en el cine que me tuviera mudo y absorto de principio a fin, como The Greatest Showman, la historia de de PT Barnum, el creador del circo Barnum y Bailey, que por cierto desapareció el año pasado luego de 146 años de entretenimiento ininterrumpido. Cómo puede durar algo tanto tiempo y no aburrir en el intermedio a las personas que se alejen de él, con mucha creatividad, originalidad, expectativa, interés constante y ni un ápice de pausa que permita divagar a quien está del otro lado del escenario. La energía que Hugh Jackman y Zac Efron le transmiten a sus personajes, Phineas Taylor Barnum y Phillip Carlyle, respectivamente, es contagiosa y recrea la atmósfera circense que hizo que la carpa no cayera hasta más de un siglo después. El primer musical al que fui, acompañado por mi amigazo Renato Martín Díaz, fue Jesucristo Superestrella, maravillosa música, linda forma de retrotraer la historia de Jesús a nuestros días, con la Guerra de Vietnam y su existencialismo para los jóvenes estadounidenses de la época, eso fue hace mas de 40 años.
Esta vez me hizo el super click que siempre he imaginado entre cualquier tipo de espectáculo y el deporte profesional. Y es el principio fundamental del periodismo deportivo, no hay nada más dramático que escuchar a un comentarista o narrador que constantemente me están diciendo que el encuentro está aburrido, que los atletas son malos, que nadie llega a los estadios, que ellos desde su poltrona periodística, en su posición de Oráculos de Delfos no son merecedores de lo que aparece ante ellos. Lo repiten y lo repiten, hasta que casi vomitivamente hay que cambiarlo a tantas opciones que nos otorga ahora el cable, o recordemos en las páginas deportivas, aquél titular macabro de Aburrido Empate a Cero, si para eso están precisamente los Píndaros modernos, para contarnos una linda historia donde nadie más que su ojo preparado, esté listo para contárnosla. Tantas historias que se esconden detrás de los atletas y sus vidas, cuántas emociones que nos regalan en las canchas, pero tantas más que se fraguan en sus vidas, como para sacarle punta a cualquier lápiz que se niegue a trasladarlas al público ávido de nuevas enseñanzas, emociones o expectativas en sus recorridos por este valle de lágrimas y sonrisas. Como decía Jim Valvano, entrenador de la Universidad Estatal de Carolina del Norte y en algún momento comentarista deportivo, cuando ya padecía un cáncer que se lo llevaría a la tumba: un día completo es aquél en el que reímos, pensamos y lloramos, así deberíamos recrear un juego de principio a fin. Así lo hizo siempre PT Barnum con sus espectáculos, sorprendiendo, alegrando, admirando, manteniendo a su público al borde de sus asientos, con sus ojos desorbitados por las nuevas acrobacias, el tacto tratando de cincelar en la mente lo que pasa frente a él, la nariz buscando una nueva esencia, el oído despierto con la música que acompaña la escenografía el gusto esperando poporopos, cacahuates o shucos enguacamolados.
De eso se trata el espectáculo deportivo, al igual que el circense y la Lucha Libre, mezcla de las dos, tener al espectador al Filo de la Navaja, tomando partido por el pequeño, el rudo, el bello, el bárbaro, al caballero, a quien quiera que asome como personaje que vale la pena perseguir en la imaginación de los sentidos y la realidad de los resultados deportivos. La aparición del Circo Barnum y Bayley en la segunda mitad del Siglo XIX coincidió con las primeras grandes atracciones deportivas, con las peleas de boxeo, las carreras de caballos o los juegos de béisbol, fútbol o fútbol americano en Estados Unidos e Inglaterra.
Por eso mi necedad con la pérdida de tiempo en el fútbol, los aficionados pagan por ir a ver el balón en movimiento, porque se anoten la mayor cantidad de goles para explotar en la más grande de las emociones que nos plantea el deporte más popular en la faz del planeta. Por ello es que debe ser penado, normado y materializado el tiempo efectivo de juego, porque el Show debe continuar, porque está hecho para emocionarnos y no para sacarnos moho en el cerebro, para que el hipotálamo exprese emociones prehistóricas que se fueron puliendo en el triángulo de las necesidades de Abraham Maslow. Hagamos que el público viva emocionado el sentimiento del deporte, esa debería ser nuestra meta constante, lograr que vivan en el Filo de una Navaja que parta la médula de la alegría deportiva, la que no se debe acabar nunca, la que debe durar hasta que el último minuto haya sido exprimido y la última de las emociones haya aparecido en el vértice de los ojos.
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